Una cultura democrática no tolera violencia ni machismo

La conmemoración del Día de la Mujer es un signo de nuestro tiempo. Para nuestros contemporáneos resulta incomprensible que recién en 1951 se haya sancionado la ley del voto femenino, cuatro décadas después de la Ley Sáenz Peña, que establecía el voto obligatorio y universal, pero solo para el sexo masculino. Y debieron transcurrir tres décadas más para que el DNI eliminara la discriminación institucionalizada de la libreta de enrolamiento y la libreta cívica. La igualdad de derechos es inherente a la definición de Derechos Humanos. Pero todo es explicable si se analiza la historia de la evolución humana.

Más allá de que algunas corrientes políticas autodenominadas “progresistas” hayan usufructuado las demandas por los derechos de las mujeres, lo cierto es que son las sociedades occidentales las que los han convalidado de hecho. Es el resultado de una visión filosófica que colocó a la persona como depositario de derechos cívicos y sociales. De ahí, la obligación del Estado de garantizar la misma calidad educativa, óptima atención sanitaria y la posibilidad de acceder a un trabajo por el propio mérito y sin discriminaciones de ninguna naturaleza.

Los autoritarismos euroasiáticos y las dictaduras latinoamericanas son absolutamente refractarios a la incorporación de las mujeres a la vida pública y a aceptar su libertad de decisión y la igualdad laboral. Basta analizar los criterios aplicados las teocracias islamistas para dar una medida de lo duro que resulta para las mujeres aún en el siglo XXI la universalización de derechos y atribuciones reconocidas por organismos internacionales.

No obstante, en Occidente hay mucho camino por recorrer todavía. Por ejemplo, a pesar de las leyes de igualdad de género, tanto en el ámbito privado como en los poderes del Estado, nacionales y provinciales, sigue vigente -en los hechos- el “techo de cristal”. El porcentaje de mujeres en puestos de decisión es desproporcionado con el número de empleadas.

Contrariamente a lo afirmado por el presidente Javier Milei en su discurso en la ONU, el femicidio es un agravante que nada tiene de ideológico. En el alarmante número de denuncias de violencia familiar, y en otros tantos casos que no llegan a la Justicia, las víctimas son mujeres agredidas por parejas o varones de su entorno. En ese contexto, de los escasos episodios en los que una mujer mata a un hombre, casi sin excepción se trata de casos de defensa propia.

En mucho menor medida, las víctimas pertenecen a diversidades sexuales y son atacadas debido a su género.

Concretamente, en los dos primeros meses de este año (59 días) se registraron 56 femicidios en la Argentina. La cifra de mujeres desaparecidas acumula millares en los últimos años y de las que fueron finamente identificadas por la Justicia como fallecidas, en muchos casos, sin recuperar los cadáveres, en su mayoría fueron calificadas como víctimas de la violencia de género.

Lamentablemente, a pesar de la legislación vigente y los acuerdos internacionales suscriptos por la Argentina, ante la desaparición de una mujer muchas veces se observa morosidad de la policía y en la investigación fiscal. Los organismos oficiales y no gubernamentales han creado sistemas de comunicación para que las víctimas de violencia de género puedan denunciar su situación. Así y todo, se siguen repitiendo muchos casos de muertes de mujeres a cuyas denuncias no se había prestado atención o por ineficiencia en la custodia, sus agresores habían violado el área de exclusión.

Es más que evidente que la construcción de una sociedad justa, libre y democrática requiere una transformación cultural profunda, que elimine todas forma de discriminación y erradique para siempre la violencia machista en la sociedad; violencia que nos avergüenza, porque está en las antípodas de nuestros valores y de nuestro orden jurídico.

Fuente: El Tribuno | Nacionales