La condena contra Cristina Fernández de Kirchner, convalidada por la Cámara Federal de Casación Penal, ratifica la posición adoptada en un expediente que ya fue analizado en cuatro instancias judiciales.
La denuncia de irregularidades graves en la obra pública de Santa Cruz, en 2016, surgió de la investigación del entonces director Nacional de Vialidad, Javier Iguacel, por la adjudicación de 51 obras al exempleado bancario Lázaro Báez, quien, sin experiencia alguna en el rubro, al asumir Néstor Kirchner la presidencia, creó varias empresas de construcción que cerraron 12 años después, al concluir la segunda presidencia de Cristina. La mayoría de las obras no fue ejecutada y el presupuesto fue destinado a las empresas de la familia Kirchner, bajo el camuflaje de pago de hotelería para los empleados afectados a esas obras. Las obras no se hicieron y ningún empleado de Báez se alojó en Calafate.
La noticia no sorprendió demasiado a nadie, pero causó fuerte impacto político en momentos en que la expresidenta aspira a recuperar centralidad política desde la presidencia del Partido Justicialista, hoy casi desmembrado, y como candidata en las elecciones legislativas del año próximo.
A pesar de que el trámite procesal se desarrolló con absoluta transparencia, con la participación de numerosos jueces y fiscales y, por supuesto, la defensa de los acusados, Cristina Kirchner y sus partidarios siguen argumentando que ella es víctima de un complot de “los poderes concentrados, la prensa y el partido judicial”. Muchos de ellos, seguramente no lo creen. La teoría del “lawfare” es repetida por todos los militantes populistas, quienes sostienen que los protagonistas de las denuncias buscan destruir a los gobiernos populares. La ideología es mala consejera, o un instrumento útil para esconder los delitos y los fracasos políticos.
Cristina nunca estuvo proscripta, y los hechos lo demuestran. Si ahora la Suprema Corte ratificara la condena, deberá cumplir seis años de prisión, probablemente domiciliaria. Pero si el dictamen de la Corte se demorara, por la razón que fuere, el año que viene podría ser candidata en la provincia de Buenos Aires, a pesar de la doble condena.
La proscripción es el argumento que utilizan frecuentemente los políticos cuando no se resignan a los límites que impone la Ley.
En realidad, es el deterioro del prestigio de la política en el país lo que hace que el electorado ponga límites, a veces, lapidarios. El kirchnerismo, no solo pierde ahora en Santa Cruz. En las elecciones legislativas de 2017, Cristina fue elegida senadora bonaerense por la minoría; en 2019, por decisión propia, le dejó la candidatura a Alberto Fernández y ella fue vice, y en 2023, directamente no participó por decisión propia.
No hay complot alguno, sino un desgaste personal que le es difícil aceptar.
La saturación del electorado tiene claras razones: desde 2003, la calidad de vida, el poder adquisitivo del salario y las jubilaciones y la actividad económica han caído sensiblemente. La dirigencia política parece desconectada de una realidad social crítica, que se refleja claramente en los indicadores de pobreza, el déficit de los servicios de salud a cargo del Estado y la degradación de la educación pública.
La democracia exige transparencia, no solo como principio ético, sino porque el voto ciudadano castiga la negligencia, la ineficiencia y la corrupción.
El discurso que transmite buenos propósitos y promete felicidad para el pueblo es creíble durante un período de tiempo, En la Argentina, la realidad suele arrasarlos. El relato de la inclusión y la igualdad se hace añicos en un país potencialmente rico, que en cincuenta años se transformó en una fábrica de pobreza y donde la concentración del ingreso se vuelve cada vez más pronunciada.
Fuente: El Tribuno | Nacionales