“Ahora comienza la verdadera era de oro de los Estados Unidos”. Esa fue la consigna de lanzamiento de la segunda presidencia de Donald Trump, quien asegura que “el declive terminó”. La amenaza de expulsar a millones de inmigrantes, quitarles la nacionalidad estadounidense automática a los hijos de estos “invasores” nacidos en el país, anunciar la retirada del acuerdo climático de París y no admitir otro sexo que el masculino y el femenino, no son discursos vacíos. Son el preludio de un perfil que adoptará el líder de la mayor potencia del planeta para asegurar su primacía en un mundo cargado de las tensiones propias de una nueva era, con un cambio del centro de gravedad del poder político, los mercados y del control de la logística y la Inteligencia Artificial.
Y ese nuevo centro de gravedad se mueve hacia el Pacífico y el Índico. Allí sobresale China, con su crecimiento vertiginoso, su posición de avanzada tecnológica y su estrategia de seducción “soft” para penetrar comercialmente en todo Occidente y asegurarse recursos minerales y energéticos que son imprescindibles para el proyecto del Gran Dragón.
Trump tiene decidido no involucrarse en guerras clásicas, aunque ve al mundo como un campo de batalla comercial. Por eso, su posición es escéptica frente a la ONU, a la OTAN y de la Unión Europea (en este caso, notoriamente distante). Y por eso también ratificó posiciones tan duras como las de anexar Canadá, recuperar el Canal de Panamá y comprar Groenlandia. Justamente, enclaves estratégicos para la avanzada de China sobre los dos océanos y sobre el Ártico.
Su política proteccionista y sus promesas de llevar la bandera estadounidense a Marte son parte del mismo proyecto. No hay que olvidar que la llegada de Apolo XI a la luna significó la derrota de la Unión Soviética en la carrera por el control de la estratósfera.
Trump es un líder del siglo XX que observa con bastante nitidez ciertas perspectivas del mundo presente. No se detecta en cambio, ni en él, ni en su entorno, el enorme riesgo que correría Estados Unidos si dejara que Europa caiga en manos del neofascismo y del nuevo zarismo que ejerce Vladimir Putin. Hace ocho décadas, a Estados Unidos y a Gran Bretaña les costó comprender, hasta que la guerra golpeó a sus puertas, el enorme peligro que representaba el avance de Hitler. También, en 1989, los gobiernos estadounidenses se relajaron tras la Guerra Fría y creyeron en la profecía de Francis Fukuyama acerca de que comenzaba una nueva y definitiva era de capitalismo y democracia.
No se dieron cuenta de que en la Rusia postsoviética iba a renacer el fundamentalismo ortodoxo católico encarnado en el patriarca Kiril, y en la Irán de los ayatolas se iba a imponer una corriente de ortodoxia musulmana, dispuesta a combatir a Occidente a través del terrorismo. Tanto en la invasión rusa a Ucrania como en el ataque a Israel del 7 de octubre negro, la definición fue la misma: el enemigo es Occidente.
¿Cómo manejará este escenario la inteligencia republicana? Si comparten el triunfalismo de Trump, probablemente le vaya mal. EE.UU. no se puede salvar solo.
Pero hay algo que los demócratas ni los republicanos históricos terminaron por comprender: Desde hace décadas, probablemente, después de Vietnam, sumado a la caída de la economía más popular, el honor de los estadounidenses como nación se debilitó. Si no se puede encaminar la recuperación de ese sentido patrio, la cultura política país seguirá fracturada por mitades.
Fuente: El Tribuno | Internacionales