La militarización de la frontera norte del país para eliminar al crimen organizado es una decisión que impacta y sorprende, pero que solo será sustentable con el respaldo contundente de una ley.
Las fuerzas militares pueden realizar un aporte formidable, pero no están concebidas para perseguir delincuentes. La actual decisión, el Plan Roca, parece dejar establecido que el narcotráfico y la trata de personas alcanzaron en esas porosas fronteras argentinas las características de una hipótesis de conflicto bélico. Se supone, entonces, que la Gendarmería, la Prefectura y las fuerzas policiales ya han sido superadas por las mafias.
Y se deduce también que el poder de despliegue de tropas con que cuentan las tres fuerzas militares, la disciplina de toda la cadena de mandos que las caracteriza y la formación específica para el ejercicio de tareas de inteligencia van a proporcionar aportes irreemplazables en una campaña de la dimensión de la que se anuncia.
Las Fuerzas Armadas, sin embargo, en ningún país han tenido éxito en la guerra contra la droga. Porque en este caso, el enemigo apoya su poderío en las adicciones, que convierten a los pueblos en mercados de consumo, y con enorme demanda.
El “enemigo”, en esta guerra, se afianza en la economía no registrada, los negocios como el juego, el desvío de recursos del Estado para el financiamiento irregular de la militancia política, el maridaje de dirigentes y barrabravas y la utilización de grupos poblacionales para la ocupación ilegal de predios generan espacios ajenos al control del Estado. Y en manos de organizaciones criminales del exterior. Hay un problema de soberanía en ciernes, pero en nuestro país este flagelo apenas asoma, aunque es alarmante en México, Colombia, Venezuela y en Brasil, donde el poder de las megabandas nace de sociedades selladas en las cárceles.
Falta, entonces, un correcto diagnóstico sobre la dimensión global del problema. Para no alentar el narcotráfico como forma de supervivencia en la frontera, Salta debe retomar el proyecto de desarrollo agroganadero, que es una de las piezas clave para la generación de empleo genuino y calidad de vida en nuestro interior.
Sin trabajo, el transporte de contrabando y estupefacientes aparece como única fuente de empleo. Esto lo dicen los mismos comerciantes de Aguas Blancas y Salvador Mazza, y lo repitió muchas veces Patricia Bullrich en sus dos gestiones como ministra de Seguridad.
Las Fuerzas Armadas que llegan a nuestra frontera requieren seguridad sobre la claridad, la viabilidad y la convicción política de todos los estamentos de gobierno que deben garantizar sus operaciones.
No hay hoy una ley inequívoca que habilite a los soldados a proceder a detener civiles, en caso de flagrancia. Tampoco se sabe qué sucedería si un grupo de sicarios atacara a una unidad militar y esta repeliera el fuego.
Esa ley del Congreso que respalde las futuras acciones en la frontera es imprescindible en un país donde las prácticas de la política y la Justicia anticipan que, en caso de conflicto, los militares van a ser sancionados si las reglas de juego son ambiguas e interpretables. Y por ahora lo son.
La afectación de militares a la seguridad de toda la frontera norte ya es un indicio positivo de la voluntad del Gobierno por recuperar el control territorial. Pero los tres poderes del Estado deberán legitimar la intervención de los soldados con una ley contundente.
Ninguna estrategia será efectiva sin la desactivación de las grandes redes que teje el narcotráfico, cooptando funcionarios, guardiacárceles, policías, magistrados y empresarios que se prestan al blanqueo de los fondos del crimen organizado.
En eso, los avances son nulos. Y si esos tentáculos no se cortan, el fracaso va a ser para todos, y ahora también, para los soldados.
Fuente: El Tribuno | Nacionales