Las páginas de policiales de los diarios viejos son una fuente inagotable de anécdotas y hechos llevados a cabo por personajes que con ingenio y habilidad lograban embaucar incautos y así vivir al margen de la ley hasta que, tarde o temprano, caían en manos de la Justicia.
De la hemeroteca de El Tribuno hoy rescatamos para nuestros lectores dos de las tantas historias urbanas de nuestra Salta del siglo pasado, muchas de ellas concretadas por afamados cultores del renombrado “cuento del tío”, que no deja de ser una ingeniosa variante del “amigo de lo ajeno”. La primera de ellas se refiere a tres porteños llegados a Salta a principios de los años 50 con el cuento de que eran eximios fotógrafos. Y la segunda historia se refiere a un porteño descendiente de germanos, que con tal de hacerse de unos pesos, embaucaba gente haciéndose pasar por un “sabio alemán”.
Los fotógrafos
Hacia 1954 arribaron a Salta procedentes de Buenos Aires y por vía férrea tres porteños “fotógrafos”. Bajaron del tren portando impresionantes cámaras fotográficas, lámparas de magnesio e incandescentes, trípodes y una serie de aparatos que despertaron, según decían, la envidia de Lindow –un maestro del retrato- y también de los hermanos Antonio y Luis Magna, primeros chasiretes de El Tribuno.
Según se comentaba, los forasteros daban la sensación de ser profesionales serios y eficientes, tanto o más que los consagrados fotógrafos lugareños de aquellos tiempos. Provistos de impresionantes equipos y señoriales tarjetas de presentación, se alojaron en uno de los mejores hoteles de los alrededores de la plaza 9 de Julio. Ya instalados y echando mano a las desaparecidas páginas de sociales de los diarios locales, planificaron al detalle un tour fotográfico por la ciudad. Y así fue que comenzaron a hacerse presentes con sus aparatosos instrumentos en cuanta reunión de carácter particular, social o cultural se llevaba a cabo en nuestro medio. Por esos días, no hubo compromiso de casamiento, cambio de anillo, despedida de soltero o de viaje, bautismo, primera comunión, cumpleaños, demostraciones o conciertos, que no cayeran estos expertos chasiretes. No bien llegaban, iluminaban las escenas con deslumbrantes y chispeantes fogonazos que lanzaban sus renegridas lámparas recién importadas de Europa o Estados Unidos.
Después de semejante despliegue y de registrar en las fiestas poses de todo tipo, dos de ellos se daban a la tarea de desmontar sus trípodes e instrumentos, mientras un tercero, impecablemente vestido, un ruso según la policía, talonario en mano y de hablar trabado, cobraba por adelantado los trabajos que, de acuerdo a una leyenda impresa al pie, serían entregados a domicilio en el plazo de cinco días. Y obvio, después desaparecían con sus adminículos de la fiesta tan rápido como habían aparecido. Así fue que pasaron los días sin que nada se sospechara ni se supiera de ellos, pero luego de cumplidos los plazos estipulados, comenzaron a llover las denuncias en la seccional Primera. Esto hizo que la policía iniciara sus investigaciones y más tarde, al requisar el hotel donde se habían alojado, descubrieron que los pájaros habían volado con rumbo desconocido y seguramente en busca de más incautos afectos a las exposiciones.
De inmediato las pesquisas se encaminaron por el lado de la estación de trenes, lugar frecuentado por carteristas, descuidistas y cuenteros de toda laya. Y así, preguntando y preguntando, se enteraron de que los retratistas con sus llamativos instrumentos habían abordado un coche motor que tenia por destino la ciudad de San Salvador de Jujuy.
Desde la Central de Policía no tardó en armarse una comisión que de inmediato y por vía automovilística, esa misma tarde partió rumbo a la capital jujeña. Allí, con el apoyo de un eficiente refuerzo lugareño, lograron esa misma noche cazar de un solo tiro a los tres pájaros de averías cuando se encontraban en plena tarea de sacar fotos en el interior de la catedral de Jujuy, una pituca y concurrida boda.
Sacados poco menos que a empellones del templo, los “expertos fotógrafos” fueron inmediatamente alojados en una celda de la Central de Policía mientras que en la requisa del hotel donde se alojaba la gavilla se encontró un jugoso “ahorro” de $ 30.000. Una verdadera fortuna por aquellos tiempos.
A los dos días, la comisión salteña regresó a nuestra ciudad con los malvivientes a cuesta y que a poco fueron reclamados por la Justicia de Buenos Aires. Dicen que allá un nutrido comité de recepción los esperó en la estación de Retiro para fotografiarlos en los estribos del Nocturno del Norte del Ferrocarril General Belgrano. Desde entonces los salteños juraron nunca más dejarse retratar con fotógrafos con tonada rioplatense, salvo Isidoro Zang.
El sabio alemán
También en los años 50 del siglo pasado la policía de Orán detuvo a un audaz cuentero que se hacía pasar por “sabio”. Ejercía el arte del curanderismo y le iba al “pelo” hasta que quiso curarle la calvicie al hijo del comisario de la ciudad fundada por don Francisco de Pizarro.
El “sabio” se llamaba Francisco Weiss –según crónica policial- y registraba en su haber numerosas entradas a la policía de Buenos Aires y de la Capital Federal, siempre por ejercicio ilegal de la medicina. Y como al parecer en el sur ya era pájaro conocido, se voló al norte para así burlar las acciones de la Justicia. Aquí se hizo pasar al principio por amante del deporte de la caza y de la pesca, por lo que a menudo viajaba a Orán donde se hizo de un amigo, un peluquero con el que más tarde armó una sociedad de hecho. El barbero le conseguía pacientes diciendo que Weiss era un sabio y famoso médico alemán que no ejercía su profesión por no haber podido revalidar su título, pero que en su patria había inventado una droga que por la guerra no había podido patentar y que servía para curar en horas, enfermedades hepáticas.
Con tarjetas de recomendación que gentilmente entregaba el “peluca”, éste hacía contacto entre los clientes y el “sabio”. Así fue que todo iba viento en popa hasta que la escasez de “hepáticos” hizo que el “sabio” comenzara a atender lo que venga, es decir, recibiendo pacientes del rubro “varios”. Un día y por consejos del peluquero, se presentó ante el “sabio” un jovencito que padecía de calvicie precoz. El alemán, luego de examinarle con gran detenimiento la cabeza, le dijo que para su dolencia tenía un remedio casi milagroso que se fabricaba en Rusia. “Es una pomada -explicó- capaz de hacer crecer pelos hasta en los talones o en la punta de los dedos”. Y como para abonar sus afirmaciones y en son de confesión, al oído y como para que nadie escuche, le espetó: “Eso sí, se trata de una pomada muy cara. Cada potecito para dos días de unte cuesta 10.000 pesos moneda nacional”, una fortuna por entonces.
El joven, con tal de volver a tener su cabello como el de Carlos Gardel, aceptó el trato pero como era estudiante y aún no trabajaba, apeló a su padre, comisario de Orán. Le contó al detalle el tratamiento que el sabio alemán le haría para devolverle pelo por pelo su perdida cabellera. Y al final le dijo lo que costaba el tratamiento.
El padre que escuchaba atentamente, en el acto se dio cuenta del timo y sin decir agua va agua viene, al otro día envió al consultorio del “sabio” un policía de civil tan calvo como una sandía para que se sometiera al tratamiento de recuperar velozmente su pelambre. Y así fue que al día siguiente, cuando el alemán se encontraba en plena tarea de recetar el milagroso ungüento ruso, se presentó el comisario que refregándose las manos, le dijo: ¡Ajá! ¿Así que vos sos el sabio alemán que hace crecer el pelo a los pelao? Acompañame a la comisaría, allá tengo un perro pila pa’ que me lo traté…”. Y así fue que el porteño Weiss, que se hacía pasar por sabio, terminó con sus andanzas curanderas alojándose en una tibia celda de la cárcel de San Ramón de la Nueva Orán.
Fuente: Read More